sábado, 14 de agosto de 2010

Adalberto Agudelo Duque

Nació en Manizales. Es Licenciado en Idiomas Modernos y Literatura de la Universidad de Caldas. Como docente trasegó todo el esquema educativo desde la escuela rural hasta la cátedra universitaria. Publicó su primera novela “Suicidio por reflexión” en 1967. Después de un exilio literario de más de quince años, regresó en 1979 con “Toque de queda” en la antología “Diecisiete cuentos colombianos” de Colcultura. Desde entonces ha merecido importantes galardones en cuento, novela, poesía y ensayo en los Estados Unidos, México, España, Chile y especialmente en Colombia. Premio Nacional de Cuento Colcultura 1994 con el libro “Variaciones” es uno de los escritores más sólidos y disciplinados de Caldas.

Un cuento de Adalberto Agudelo Duque:

EL SANCOCHO

Lo bacano del sancocho es que su elaboración comienza en la almohada, en medio de los insomnios, no obscenos, en que nos da por pensar lo chévere que sería reunirnos alrededor de la mesa con Áster, Láscar, Abdénago y Mariaprimores. Lo primero es decidir qué. Si será de pescado, costilla, espinazo, cola, gallina o de las tres carnes. De gallina no va porque es muy difícil encontrar el tal plumífero fresco y blando que dé un buen caldo, con grandes ojos de grasa nadando en la superficie, y en el mercado se consiguen rilosas viejas de mirada lánguida y acusadora ya desahuciadas de toda ponencia. Y que no sea ajiaco. Que no sea tampoco como el de Buenaventura, mucho plátano y de aquello nada.

La decisión final depende de a cuántos vamos a invitar. A quiénes. Si se trata de amigos de reciente aparición en nuestras vidas o parientes a quienes debemos el homenaje de un cumpleaños. La otra pregunta es dónde. En la terraza de Áster, no, mucho viento. En la cocina de Láscar, no, muy pequeña. En la casa de Mariaprimores, no, la hermana y el papa son achepés. Paseo de olla menos. Jamás queda bueno, casi nunca prende el fogón, el humo enloquece y no paga el esfuerzo de cargar grandes ollas y mercados que se asolean, como que se pasan de punto y uno termina comiendo más por hambre que por deleite. No. Lo mejor será nuestra cocina, allí donde ya sabemos los resabios de las estufas, la sazón de las pitadoras y todo está cerca de la mano: cuchillos, cucharones, trinches, tablas de picar, espacio amplio en el poyo. Y ahora sí, calcular cantidades y costos, escoger fechas, determinar cuál será el toque final para que les guste a todos, les asiente bien, no lo sopeteen y lo dejen tirado en el fondo de la cazuela o del plato. Esa es otra variable. Cómo servirlo. En qué. Las cazuelas de barro son incómodas, se ladean y riegan, exigen servir la carne o las carnes aparte de revueltos y caldos. Los platos de porcelana también tienen inconvenientes: poco profundos, obligan repetir lo que más le gusta a cada cual y si cada cual se antoja de lo mismo, el resto se desperdicia.

Lo importante en este momento es no dejar nada al azar. Hay que darse un vueltón por los negocios para asegurar los ingredientes. Y de paso saber calidades y precios, no sea que por incuria o tacañería resulten la arracacha chumba o amarga, la yuca esterilluda o negra y el plátano muy jecho ya madurado en su verde vestido lo que le confiere un sabor dulzón que no contrasta o consabora, como podría decirse, con los otros revueltos. Con lo demás no hay problema: siempre se consiguen cilantro y perejil frescos, cebollas escogidas, pimentones que revientan de rojos, esmeraldas y amarillos y mazorcas de jugosos granos repletos de zumo blanco. Hay que definir, también, la papa: ¿parda, pastusa, San Félix, criolla, cherry?. La mejor es la morada, la de tamales: no se deshace, es una delicia en la boca, el paladar retoza de felicidad cuando los dientes la parten y los molares la trituran. Y combina muy bien con la cola.

Invitaremos pues a Felacio, Próculo, Eyáculo, Láster, Carlos, Mariabonita, Célima y nosotros tres, igual diez. La fecha, veintiuno de septiembre, seis y media de la tarde. Porque sancocho no es sinónimo de almuerzo. Puede ser cena o algo o mediasnueves o mediasonces o mediastreses. Aquí lo que juega es el motivo, la oportunidad de reunirse a departir de la vida, el amor, la literatura. Y está decidido. Será de cola. La cola tiene el problema de que la carne se rodea de una gruesa capa de grasa que se vuelve cebo en el caldo frío pero tiene la ventaja de que puede quitarse, no del todo, porque entonces quedaría magro, negro y chirle como dicen las señoras. Y deberá ser madurada para que suelte todos los jugos y se ablande bien durante la cocción.

Es hora de ir al mercado con la lista de ingredientes en el bolsillo. La visita al súper es una fiesta. Ver la paleta de colores en frutas y verduras, los verdes de todos los tonos, los amarillos que van desde el amarillo pollito al amarillo intenso; los rosados tenues que ganan en intensidad o se separan en el casi blanco y en el rojo escarlata de los poetas; los morados casi negros de uvas y ciruelas y en fin el frío de los congeladores que nos regalan la frescura necesaria para no arrepentirnos del sancocho. Además uno se goza la joven ama de casa que aprovecha la salidita para lucir sus escotes, el chicle bien ceñido, la expresión de complacencia escogiendo sabiamente, el cálculo de los haberes en la cartera o la tarjeta con cierto aire de preocupación y desasosiego porque todo tan caro, la plata no alcanza, el marido no aumenta la mesada y no come cualquier cosa. Van también parejas de abuelos con el encarte de los niños corriendo sus apuestas de aquí para allá, tropezando a todo el mundo, tumbando las pirámides de naranjas, limones, mandarinas o tarros de leche cuando no rompiendo contra el piso el frasco de salsa de tomate, mermelada o gaseosa. A veces se les ve gritar, llorar, patalear, el viejo indiferente y hasta divertido y la vieja, blanco de todas las miradas, mirando también a los otros pidiendo perdón o compasión. Y entonces sobreviene el ritual del pago: la fila larga y eterna, la pareja de recién que pide total cada cinco productos y termina devolviendo la mitad del mercado y la cajera, buenos días, tiene tarjeta, el ceño frío y duro, a veces acusador y el fastidio conque coge los empaques fríos y las panelas, el gesto ineludible de llevarse los dedos a la nariz para constatar a qué huele lo que pasó por el registro. En fin pasar al otro lado con la sorpresa de saber que la cuenta superó el cálculo, hacerse el loco y revisar la tirilla de reojo con la sospecha de que nos tumbaron.

El día señalado nos acometen otra vez el insomnio, la duda. ¿Sí quedará bueno? La yuca, base primaria de todo sancocho, ¿si estará fresca? Al escogerla, claro, nos dimos a la tarea de comprobar la piel fina color yuca ya casi desprendida y la cáscara fácil de soltar. Y por su parte la uña nos habló de su blancura y blandura, del blanco zumo almidonoso. En medio de la noche nos olemos las manos aún pasadas al picadillo que hicimos antes de acostarnos para adobar las quince porciones de cola bien escogidas: cebolla, una pizca de ajo, sal al gusto, untar bien en fisuras, agujeros y grasas. Uno no ve las santas horas de que salga el sol para saltar de la cama, correr al baño y la ducha y aprestar el poyo: ollas a un lado, tablas de picar al otro, al medio en canastillas, plátanos, papas, yucas, arracachas. En otro punto dispuestos en tazón de plástico, pimentones rojos, amarillos y verdes, ajos, cilantros, más cebolla. Y cerca, en la pared, cucharones, trinches y cuchillos. Ahora, agua a la pitadora, sumergir las carnes y encender la estufa. Antes de la primera pitada, el revuelto estará listo: el plátano pelado y trozado con las manos; la yuca en trozos grandes sin los correones de palo; las papas pelapapiadas; las arracachas raspadas. Hay que esperar el grito de entusiasmo de la válvula, quitar la tapa ya fría y darnos a la gloria de las pruebas: ¿Quedó simple? ¿Cogió bien el ajo? ¿Sabe bien el caldo? Cándidos ojos de grasa nos miran con la muda invitación para echar primero el plátano y con el hervor la papa; después la yuca y con el hervor las arracachas. Sabe bueno, no cabe duda: el caldo espeso concentra sabores y texturas, la carne está blanda, los huesos sustanciosos. Solo nos resta el secreto final: cilantro y cebolla bien picados, menuditos; el pimentón en cuadros no muy grandes no muy chiquitos; otra pizca de ajo, una punta de comino en polvo, revolver bien, agregar sal si es necesario. Pinchar los revueltos y las carnes. Cubrir la superficie del caldo, tapar sin válvula y mientras llegan los invitados asar las arepas sancocheras, ésas que parecen ovnis, y preparar los aguacates con zumo de limón para que no se pongan negros. Y otra vez la gloria de las pruebas. Listos cubiertos, vajillas y mesa, uno tiene la certeza de que nuestro sancocho es único, diferente del que hacen los demás, tiene tono, voz, ritmo, identidad, nos lo reconocen por el sabor, la personalidad.

Enlaces:

http://equinoxio.org/columnas/adalberto-agudelo-aguirre-1166/

http://reocities.com/Athens/Agora/8197/HV/Aagudelo.html



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